Cuando nació el programa Jóvenes y Memoria. Recordamos para el futuro, el fin de la etapa neoliberal se expresaba en una crisis arrasadora: la desocupación en su pico histórico, la mitad de la población bajo la línea de pobreza, un gobierno provisorio campeando una protesta social que daba cuentas del agobio social frente a la realidad. Tiempos de piquetes, de trueques y de bonos. El 2002 estuvo marcado por los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, que convocaron a un extenso repudio y conmovieron a la política.

¿Cómo irrumpían las políticas de memoria en este contexto? ¿Cuál era el sentido de convocar a les jóvenes a hacer memoria en un presente que no dejaba de producir marcas y señales? ¿Acaso no podíamos pensar que a tanta fuerza del presente el pasado carecía de relevancia? ¿Qué interés podía despertar la memoria en les jóvenes marcados por la experiencia neoliberal, en dos sentidos: por la exclusión social y por el culto al individualismo y la competencia?

El desafío del contexto y la idea más conceptual de pensar la memoria como un campo de lucha conflictivo, dinámico y plural, nos llevó a diseñar una propuesta donde el objetivo era la incorporación de las nuevas generaciones al proceso de elaboración de las experiencias pasadas. La transmisión pensada como relación dialógica entre pasado y presente, es decir, como intercambio entre las viejas generaciones y les jóvenes. No como algo lineal, que va de “atrás para adelante”, que entrega “la posta”, donde el eje está puesto en “contarles lo que pasó”, sino en propiciar la conexión del pasado con el presente en el marco de la construcción de nuevos horizontes de expectativas. ¿Acaso no era esto lo acuciante en aquel 2002?

No veníamos a proponer mirar hacia atrás como único lugar donde se aloja el horror y lo que no queremos que se repita, sino a construir herramientas en base a las experiencias pasadas para actuar en el presente.

La crítica al presente como punto de partida y no su celebración.

Eso era lo que el 2002 requería: potenciar espacios colectivos de encuentro para imaginar el futuro,  para pensar el presente inscribiéndolo en su historicidad.

Aquel año nos encontramos en el Complejo Turístico de Chapadmalal por primera vez. Los hoteles habían quedado sin uso por largo tiempo, el Hotel 4 olía a humedad y a encierro. Nos convocamos no más de 400 personas por varios días, para muchos fue un recomenzar.

Todos los trabajos presentados eran sorprendentes. Menciono algunos.  Una escuela de Coronel Pringles entrevistaba a dos docentes que, con total descaro y orgullo, contaban como habían denunciado a sus compañeras docentes “tercermundistas”. Un colegio de Lanús reconstruía una pueblada en tiempos de dictadura contra un impuestazo e iban a las fuentes: el intendente de facto, el ministro de gobierno que firmó el decreto, les preguntaban, los interpelaban, le discutían. Una escuela de La Matanza reconstruía la historia del barrio donde vivían les alumnes: había surgido en tiempos de la dictadura luego de la erradicación de villas realizada por el gobierno militar de la ciudad de Buenos Aires. Se había levantado por autoconstrucción de viviendas, todos los vecinos hacían la casa de todos. Les jóvenes habitantes del barrio desconocían esa historia. Desconocían la historia de su propia casa. Había sido ocultada por sus mayores para borrar el origen villero del barrio que les resultaba estigmatizante. La irrupción de les jóvenes en esa memoria rompió el relato hegemónico atravesado por el silencio y la vergüenza, y lo convirtió en un relato heroico cargado de significación para elles. Una de las estudiantes frente a todes, hacia el final del encuentro prometió nunca vender su casa. Un sentimiento surgido del proceso de resignificación del presente que solo fue posible en la activación de la memoria y del encuentro intergeneracional propiciado por elles, pues fueron les jóvenes los que convocaron a la ronda para conversar.

La dimensión local de este territorio memorialístico donde se inscribe el programa desenmarca la experiencia de los relatos canónicos nacionales y permite introducir matices, validar voces fuera de las victimas consagradas y reconocidas para ensanchar la experiencia evocada. La dictadura remite más allá que a la experiencia concentracionaria, también a transformaciones económicas, sociales y culturales. Reconoce rupturas con el presente pero también continuidades.

¿Qué implica cambiar la memoria de la comunidad? Más que cristalizar otro relato, se trata de ponerla en movimiento y transformar el presente, pues la memoria no solo son discursos sino actos. Nuevos significados que transforman a les sujetes, que habilitan otras prácticas.

A lo largo de estos 20 años, la acción de les jóvenes en los procesos de memoria fue transformadora, tanto hacia elles mismes como hacia les demás.  Y cuando hablamos de memoria, no nos referimos a la dictadura militar, sino al presente, pues el pasado evocado lo es en la medida que cobra sentido en cada presente.

En Jóvenes y Memoria no se habla solo de lo que pasó sino de lo que pasa, y cuando se recupera el pasado no se lo hace “en sus propios términos”, de manera literal, sino ejemplar, diría Todorov.

Las comunidades se han visto conmovidas al hablar de lo silenciado, de aquellos rumores que dejaron la trama de lo subterráneo para tomar estado público y disiparse para transformarse en un relato, rebatido o ratificado. El testimonio solicitado por la pregunta y el interés de les jóvenes, de aquel que no habló ante la ausencia de un posible destinatario, repara, acompaña el dolor de la experiencia que hizo huella en la subjetividad.  Y este efecto no solo remite a los hechos acontecidos en la dictadura sino a aquellos en curso. Me refiero a las víctimas de las violaciones a los derechos humanos hoy.  Victimas silenciadas, ninguneadas, estigmatizadas, a las que en numerosas ocasiones sus comunidades le dan la espalda.

El trabajo de Jóvenes y Memoria se ha convertido en política pública, como la ordenanza de Gral. Lavalle creando el Sitio de Memoria o aquella de Chascomús que cambió el procedimiento para nombrar a las calles y espacios públicos. Ha sido prueba judicial en los juicios abiertos por delitos de lesa humanidad y ha construido agenda urgente de los derechos vulnerados de hoy.

Es una gran ronda, donde circula la palabra, se producen encuentros y conversaciones, se discute, se planifica, se sueña.

Sandra Raggio, directora general de la CPM, impulsora y primera directora del programa Jóvenes y Memoria.

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